martes, agosto 21

Fundación

Por favor, no digas nada, dijo. Nunca más digas nada. Y le propuso inventar su propio idioma. El de los que buscan refugio. El de los que gustan de atrapar sueños.
Querían romper con el monopolio de la palabra hablada y fundar un nuevo lenguaje que sólo sus cuerpos supieran descifrar. Usemos para eso, impuso como regla, cada órgano, cada centímetro de piel, todos los sentidos, pero no la voz. Disfrutar del silencio era la idea. Descubrir en él nuevos sonidos, la meta.
Nunca me digas más nada, le recalcó y selló su boca con un beso. Y dejó su voz encerrada en ella. Para siempre.
En vez de hablar, fue explicando, dejá que tus dedos le cuenten historias a mi espalda, cansada de cargar mochilas pesadas llenas de palabras vacías usadas mil veces, recibidas y entregadas. Historias de universos extraños y de sensaciones extremas. De personajes libres que viven vidas cortas. De finales abiertos. Que sean tus dedos los que llenen de música a mis oídos. Con la punta de los suyos tocó la punta de los de ella. Y que sea tu piel la que haga bailar a mis dedos.
Ella aprenderá a darse cuenta de cuando y como él se estremece, de cuando algo lo lastima, de lo que lo invade de alegría. Aprenderá a mirarlo, para eso, y a sentir el ritmo de su respirar. De memoria, él, se sabrá la geografía de ella. La profundidad de cada poro, el lugar de cada lunar, las cicatrices esparcidas. Sabrá que los besos en su cuello valen por perdones. O que le arrancan suspiros. Y que, en exceso, la llevan al delirio. Sabrá que sus pies son su parte más sensible y que el mejor remedio para sus migrañas son las caricias en las palmas de sus manos. Si baila y sonríe de costado con los ojos entrecerrados, entenderá que está pensando en él.
Pero, por favor, no me digas nunca nada, le suplicó. Porque las palabras pesan mucho. Tienen fuerza, dejan huellas. Dan vueltas y más vueltas. No son fáciles de asimilar y, según él, casi nunca son claras. Al ser usadas por todos, cada uno imprime su propio significado. Y a mí, le susurró mirándola de reojo, nunca me gustó compartir.
Ella lo entendió. Lo miró, le sonrió y lo entendió. Hagámoslo, soltó con entusiasmo el aire que cargaban sus pulmones y entrelazó sus dedos a los de él.
Se comprendieron perfectamente. No hubo ni indirectas ni malos entendidos entre ellos. Todo eso, sin pronunciar si quiera una palabra.

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