martes, abril 28


Ese es el punto. A nadie le estalló la cabeza.
Letal conclusión.
Hubiese deseado que no siguiera. De tan corta, quizá podría evadirla.
Pero no. La boca se abrió de nuevo.
A veces me pregunto qué es más efectivo: que algo aparezca de repente y te pulverice el cráneo en medio segundo o que lo conocido te lo vaya comiendo de a poquito, de una manera casi imperceptible.
Sólo humo.

martes, abril 21


Dar media vuelta y empezar a irse.
Ese momento, el que te empuja a dar el paso y cruzar la línea que convierte el plano de todo lo cotidiano en una historia diferente, se transforma, en un abrir y cerrar de ojos, en el exacto y preciso instante para no hacerlo.
O para hacer todo lo contrario.
Para qué quitarse una a una las prendas que cubren toda su esencia y posarse desnuda sobre el exhibidor. No vale la pena. No sabe dar amor sin cuidar a los demás del impacto que ese amor puede llegar a provocar.
¿Qué impacto? Qué idiota…
Ninguna clase de amor puede ser tan dañino para tomar semejantes recaudos. Ningún amor hace mal. Ninguno duele. Ninguno… hasta que falta.
La falta de amor destroza, deja sin aire, aniquila los nervios.
Mata de tristeza. Lo sabe, porque murió una vez.
Y aunque en el fondo también sabe que su amor es infinito, que sabe (porque algún día supo) deshacerse hasta de ella misma por entregarlo, da media vuelta y empieza a irse.
Entonces, aprieta fuerte sus brazos, como para mantenerlos pegados a su cuerpo y no dejarlos volar hasta otro cuerpo. Y esquiva miradas que congelan el mundo sólo para ella y que se lo regalan de una vez y para siempre. Se muerde la lengua, se traga palabras.
Da media vuelta y empieza a irse.

viernes, abril 17


--Muñeca, agarrá el micrófono, mirá a la cámara y poné cara de preocupada. El tipo sabe qué tiene que decir. Listo. La muñeca, de pantalón de oficinista ajustado, zapatitos de taco y pestañas con rimmel, aprendió a hacerlo. De hecho, le salió cinco veces de un tirón ayer, en cinco lugares distintos, con cinco tipos que supieron qué decir.
El hijo del repartidor de soda baleado en Santa Marta, sin ningún tipo de dificultad, pidió para el pendejo asesino de su papá una muerte de las mismas características; el jefe de guardia del hospital zonal telegrameó los pocos detalles que el "estado reservado" de la mujer apuñalada le permitió; un cajero de banco treintañero –la peor generación del país, diría una voz amiga--, a bordo de su Renault Uno pistero, bardeó que "no es justo que estos tipos corten el puente (Pueyrredón). Tengo que llegar a mi laburo, tengo que comer", sin hacer mención, claro a que "esos tipos" ocupaban la calle pidiendo por lo mismo que él. La muñeca les ofreció el micrófono a todos, con la misma cara de constipada.
Y la misma puso, previo retoque de rimmel en sus pestañas, cuando les prestó el mismo micrófono a las otras dos "voces ciudadanas", una mamá indignadísima porque su nene de siete aún no empezó las clases gracias al paro docente, y una vieja cheta de barrio norte, increíblemente asustada por un supuesto caso de dengue en la esquina de su cuadra.
La palmadita que el productor le dio a la muñeca en el huequito que hace la cintura antes de convertirse en culo cuando regresó del arduo día de trabajo le despejaron todas las dudas: ¡¡Tan fácil era, y ella que tenía miedo… pan comido!!
Contenta, se fue a su casa con la trucha certeza de que es ésa la forma en que se labura bien. Que no hace falta más.

En una redacción casi desierta, sentada frente a un monitor, otra muñeca sin rimel, de jean y zapatillas sucias, aporreó el teclado con un dejo de bronca. Una pizca de satisfacción tenía dentro suyo por haber llenado la pantalla con palabras que planteaban que alguien mentía.
“¡Claro que mienten. Todos mienten, pero no todos dan la cara!”, escuchó con los ojos abiertos de asombro, que –increíblemente-- se siguieron abriendo por la presión de las palabras que siguieron. “Si querés hacerlo bien, sentá el culo en la silla y empezá a buscar a alguien que se haga cargo de esto que vos le atribuís a nadie. Y vas a ver que no nos vamos de acá hasta la madrugada, si es que alguien tiene las pelotas para hacerse cargo”.
La satisfacción desapareció en el mismo instante en que ese desafío se convirtió en un espejo que ese al que creía tremendamente soberbio puso frente a ella.
“Es tan fácil hablar así. Y lo hacen porque saben que nadie les va a preguntar de dónde lo sacan. Tienen razón, parece. Vos no te lo cuestionaste. Lo tragaste y lo hiciste tuyo”, sacudió una vez más.
La muñeca se miró las zapatillas sucias, subió la cabeza de nuevo y se vio de cuerpo entero en el espejo de esas palabras. Desterrada, la satisfacción dejó lugar a la vergüenza: de laburar tan mal, de no tener ganas de hacerlo bien, pero, más que nada, de verse atravesada por un discurso contra el que se creía inmunizada.
El sopapo verbal la voló de aquella certeza trucha –la misma en la que ahora nadaba contenta la muñeca de zapatitos de taco-- que comía de a miles, a diario.
Siguió escuchando el rebote de la cagada a pedos contra las paredes de su cabeza, y entonces, la vergüenza cedió la mitad del espacio que ocupaba a la razón. La muñeca a cara lavada convirtió el reto en lección, mientras el colectivo la llevaba hasta su casa. El aprendizaje no tiene fin. Conclusión que no es queja, sino alivio. Y que alivio…
Sabe que hace casi todo como el culo, la mayoría de las veces, pero también se da un mimo al reconocer el esfuerzo que pone en escuchar y dar lugar a los que le dicen que va por mal camino. Porque todos somos arrogantes –se repite--, todos abrazamos la trucha certeza de que nos la sabemos todas. Pero no todos se dejan echar a patadas en el culo de ese lugar, para seguir siempre aprendiendo. No todos tienen ganas de andar ese camino, infinitamente.