martes, octubre 21

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La encontraba en todos lados. Estaba cansado de toparse con sus rastros, de tropezar con el sonido de su voz susurrando las letras de una canción, de hallarla en el título de algún libro descubierto por casualidad, o incluso de despertarse en medio de la noche creyendo sentir que la punta de su nariz rozaba su omóplato.
Poco a poco, la repetición cotidiana de tales exabruptos dejaban de ser el manoseo de heridas a cielo abierto, la invasión de un viento helado, o la fuerza inquebrantable de la angustia impidiendo la movilidad, el grito, el llanto, la respiración. Y comenzaba a acostumbrarse a convivir con la pesada presencia de su ausencia.
Habrá que aprender a vivir amarrado al suelo, pensaba –y se engañaba-- cuando, cada mañana hacía fuerza para arrastrar las piernas, que se volvían pesadas tras echar un vistazo a la cama vacía.
Las alas se las había llevado quien le había enseñado a volar.
Pesados, lentos, simulaba creer en la firmeza creciente de sus pasos y en el camino que, suponía, era en subida hasta que se recostó en el sillón y hundió la cara aquel almohadón, el último objeto que tuvo el privilegio de aquella piel.
Volvió y lo golpeó una vez más, ahora convertida en perfume. Nunca hasta entonces había tomado esa forma, la más peligrosa de todas. Entremezclada en el aire que se respira, el único escape era dejar de consumirlo. Dejar de respirar.
En pocos segundos se le metió por la nariz y despertó los recuerdos que, convertidos en demonios, regresaron. Todos juntos.
En forma de dedos le cubrieron los ojos, le taparon los oídos y le sellaron la boca.
Con la nariz libre, pegada a la tela, suspiró una vez más. Profundo, bien profundo.
Fue entonces cuando los últimos dos dedos libres de aquellas manos endemoniadas apretaron los agujeros hasta ya no permitir la respiración.
Una vez más, no pudo resistirse a la suavidad. A esa suavidad con la que ella solía acariciarlo siempre que lo rozaba…

miércoles, octubre 1

...dESieRtO...


Si estiraba un poco el brazo, podía llegar a rozar el final del día. Si, así de cerca estaba. Se paró. Cubrió su remera con un pulover, a éste con la campera para cielos lluviosos y envolvió su cuello con el pañuelo de siempre. Guardó los vidrios que protegen sus ojos del mundo. Se los refregó. Los sintió chiquitos, cansados. Calzó el peso del bolso sobre su hombro, que se sumaba al que cargaba sobre sus espaldas sin cesar, y salió a la ciudad.
Ella la esperaba oscura, increíblemente inmensa.
Prendió un cigarrillo y miró a su alrededor. Sintió que la mataba el miedo. Necesitaba tanto encontrar un lugar dónde esconderse y lo único que la urbe le ofrecía era desierto. Ni un árbol. Ni siquiera una baldosa suelta para meterse debajo.
El humo no pasaba de su laringe. La presión con la que se le había cerrado el pecho no permitía a sus pulmones hincharse. Apagó el pucho con la suela de la zapatilla y sintió como sus pestañas se vencían en la pulseada por retener la gota de agua salada.
Luego de varias centenas de pasos volvió a estirar el brazo, esta vez con los dedos abiertos, preparados para aferrarse al fin tan esperado. Los cerró en el aire. La meta estaba, pese a sus ganas, cada vez más lejos.
Se abrochó la campera hasta arriba y, con el mismo envión, usó una de las mangas para secarse las mejillas. Hacía frío y el viaje iba a ser largo. Muy largo.