martes, enero 4

Violeta miente

Despertó traspirada. Se tocó la panza, esperando encontrar sus dedos. Pero sólo rozó la desilusión de su piel desnuda. Arrebatada, se sentó de un salto. Costó enfocar la vista en el vacío del cuarto.
El silencio de la media mañana fue acomodándola en tiempo y espacio. Volvió a acariciarse la panza, la cintura. Dibujó con sus yemas las huellas que tatuaron las suyas. Como si allí estuviera escondido, entre uno y otro poro. Nada. La piel estaba lisa, vacía.
El mar inmenso que invadía el recorte de la ventana acabó por despabilarla. Estaba lejos de casa. De la suya, de la de él. De la de aquellos otros. De todas las que habían compartido. De las que habían visitado desde la calle. Violeta inventaba, también, otro sitio en el que vivir.
Sentada en el colchón, cerró los ojos y dejó que su perfume bajara desde sus recuerdos. Lo olió cerca, casi pegado a ella. Y empezó a escucharlo.
Así era cada mañana. Le tomaba un largo rato tomar el ritmo diurno, cuando su inconsciente consciencia empezaba cada función. La historia inventada le impedía despegarse del colchón. Tal cual le pasaba cuando él dormía a su lado. Nada tenía más sentido que alargar la entrevigilia cuando sus cuerpos se encontraban bajo las sábanas. ¿Había dormido a su lado verdaderamente, alguna vez?
No. Nunca.
Violeta inventaba historias. Inventaba destinos fatales, finales sufridos. Ella se creaba siempre sola. Diseñaba los hombres de su vida a imagen y semejanza de vaya a saber qué otros. Los moldeaba, los vestía, les concedía ideas y palabras, reflexiones, deseos y metas. Claro, así siempre sabía qué irían a decirle, qué mentiras y excusas inventarían para no querer amarla. Violeta violentaba sus ficticias intimidades, hurgaba entre los recovecos de sus virtuales almas y mentes y, claro, nunca se hallaba en lugares preponderantes de sus vidas.
Esos hombres poseían virtudes y defectos, elegidos detalladamente por Violeta. Muchos, en exceso. El objetivo era tener muchos, más de mil motivos para amarlos. Y los mismos tantos para decidir que la vida al lado de ellos sería un infierno.
Pobre. El infierno era esa penumbra en la que vivía a diario, y en la más pura soledad. Porque Violeta frecuentaba muchos amigos, veía seguido a su familia y tenía buenas relaciones en el trabajo. Pero nadie conocía sus historias de amores.
Su vida a bordo de esos cuentos era un subeybaja. Se anotaba a la vez momentos bellos y eternas peleas. En todas, ella era la abandonada. Luego –casi siempre—algo cambiaba. Llegaba la caricia, la rendición ante el sentimiento incontrolable, las ganas de arrancar de la garganta el nudo que aprieta y no deja pasar correr el aire. El inútil perdón. Violeta estaba loca. Una loca mentirosa era esa mujer, creadora de realidades irreales para ella misma, y portadora de fortalezas extremas para el mundo que la observaba siempre. Puras mentiras.
Pero lo peor de Violeta era su cobardía.
Despertó traspirada. Se tocó la panza, esperando encontrar la ausencia de esos dedos que ansiaba amarrar a los suyos. Los encontró. Arrebatada, se sentó de un salto. Costó enfocar la vista en el vacío del cuarto. Sobre todo, porque alguien compartía el espacio con ella. Amarró esos dedos que creía inventivamente ausentes. Se recostó y se entregó a una mañana más de modorra en el colchón, pegoteada a ese otro que sabía ausente. Sonrió, porque sintió que por primera vez sus inventos jugaban a ser ciertos. No se animó a dejarse llevar por la vida real, que le estaba regalando una historia de carne y hueso.