lunes, marzo 16

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Pita su cigarro y asegura que unas 89 veces, por lo menos, su valija acompañó a su enorme humanidad al gigante territorio del norte. Esa vieja valija. Llena de piedras comunachas en los paraísos patagónicos por las que los bobos anglosajones pagaron fortunas, creyéndolas preciosas.
Libera de alquitrán sus pulmones con la frente al cielo abierto de las primeras horas del día. Mira de reojo a su interlocutor y descubre que la presa ha mordido el anzuelo; el tamaño de esos ojos, enormemente abiertos, no podía deberse a otra cosa más que al deslumbramiento. Y el deslumbramiento, a ninguna otra razón más que a aquella demoledora confesión. ¡89 veces, sólo para vender piedras! ¡Ja!…
“Son tontos. Son todos tontos”, susurra, entonces, Orlando, con la voz dañada por el tabaco. Habla de los habitantes del “Gigante del Norte”. Pero también de los “Orientales del Tajo del Pacífico”, y de los de la “Senil Europa”, que “de tan viejos están gagá”.
Todos ellos alimentaron su estómago, metieron combustible a sus pies y mucho dinero en sus bolsillos.
Hace rato que pasó los sesenta. Los surcos en los que estallan las uniones de sus párpados lo certifican. Lo que se esconde bajo esas persianas, no obstante, denotan cansancio. Un agotamiento que se explicaría lo suficiente con tan sólo decir que de esos sesenta y pico, más de treinta los pasó vagando por lugares repletos de tontos. Pero que, en verdad, se debe a los residuos que deja el maquinar de una mente en soledad durante la misma cantidad de años.
Se reconoce, ante el casual acompañante, incapaz de echar raíces en un lugar. “Soy lo que se dice un trotamundos”, desliza como si ésas fueran las últimas palabras de la novela de su vida. ¡Si habrá relatado piel adentro esa historia en la que con sólo le bastaba abrir las solapas de su arratonado piloto para remontar vuelo y planear de puerto en puerto! Considera callar esa parte fantástica del cuento. “Demasiada maravilla puede dejar seco al pibe”, piensa, mientras consume lo último del cigarro y decide tomarlo de la mano para llevarlo a pasear un rato por los sucuchos en los que se metía cuando jóven.
"Los pibes de hoy solo piensan en chupar hasta quedar tirados en la calle. Unos pelotudos", intenta, a fuerza de complicidades, tender un puente que lo una a quien se alejará en pocos minutos de su lado. Como todos.
¡Zaz! El interlocutor casual baja el ceño de asombro y pinta en su rostro el gesto de aquellos que dudan estar frente a un mismísimo chanta. No podía suceder otra cosa. Siendo adolescente, quedaba atrapado en el grupo de pelotudos.
Rápido, sólo tiene un par de segundos para dar vuelta el resultado. Sabía que la victoria se había alejado ya de su alcance, pero por lo menos un empate le era merecido. "Cuando yo era pibe, las minas era lo único que tenía en la cabeza. Lo primero en la lista de todo lo demás. Y si enganchaba a una, no la dejaba ir hasta que no se apagaba la vela. Ma' qué chupi ni que ocho cuartos .. ¡Jej!", arremete y calla, esperando el impacto.
No logra disipar las dudas sobre la veracidad de la experiencia, pero sí consigue curvar los labios del "pelotudo", antes de que éste se pierda entre la mañana.

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