miércoles, octubre 1

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Si estiraba un poco el brazo, podía llegar a rozar el final del día. Si, así de cerca estaba. Se paró. Cubrió su remera con un pulover, a éste con la campera para cielos lluviosos y envolvió su cuello con el pañuelo de siempre. Guardó los vidrios que protegen sus ojos del mundo. Se los refregó. Los sintió chiquitos, cansados. Calzó el peso del bolso sobre su hombro, que se sumaba al que cargaba sobre sus espaldas sin cesar, y salió a la ciudad.
Ella la esperaba oscura, increíblemente inmensa.
Prendió un cigarrillo y miró a su alrededor. Sintió que la mataba el miedo. Necesitaba tanto encontrar un lugar dónde esconderse y lo único que la urbe le ofrecía era desierto. Ni un árbol. Ni siquiera una baldosa suelta para meterse debajo.
El humo no pasaba de su laringe. La presión con la que se le había cerrado el pecho no permitía a sus pulmones hincharse. Apagó el pucho con la suela de la zapatilla y sintió como sus pestañas se vencían en la pulseada por retener la gota de agua salada.
Luego de varias centenas de pasos volvió a estirar el brazo, esta vez con los dedos abiertos, preparados para aferrarse al fin tan esperado. Los cerró en el aire. La meta estaba, pese a sus ganas, cada vez más lejos.
Se abrochó la campera hasta arriba y, con el mismo envión, usó una de las mangas para secarse las mejillas. Hacía frío y el viaje iba a ser largo. Muy largo.

1 comentario:

Carla Irupé dijo...

1ºHermoso.
2ºNo hay que bajar los brazos por más de que el viaje sea largo, para eso hay hombros, oídos, brazos, manos, ojos, palabras, silencios...momentos...el viaje recién empieza...contá con ellos cuando quieras.
3ºHace mucho que no nada, ni siquiera para mirarnos.
Se te extraña y se te quiere mucho.
Besos.